La Rueda de la Rata - Parte I

Una vez que terminé la secundaria, estudié Administración de Empresas, una carrera que supuestamente no me correspondía, gracias ese afán de etiquetar a las personas con una elección que se hace a los trece años. Por esta razón, me gradué en un colegio de monjas con “especialización” en Sociales, que me limitó dentro de mi educación enlatada, vara del éxito en la que se miden inteligencia, genes, familia y futuro.

Intenté la primera vez y a pesar del curso preuniversitario, no pasé el examen de admisión a la Universidad Católica. En esa época de mi avanzada juventud –en la que actué como una anciana melancólica-, la culpa que me cargué por un accidente de tránsito con un ex–candidato presidencial, me recluyó casi dos años en casa, acompañada solo por libros y películas, dentro de un hoyo oscuro y profundo al cual le estaba ya tomando cariño. No es que haya herido a alguien, a no ser a mi frágil ego y al eje delantero del Chevrolet café que transportaba a este personaje iracundo que vociferaba en la calle y que inmediatamente llamó a los policías para que encierren a una criminal de 15 años que no debería sentarse detrás de un volante nunca jamás. Fue un accidente desafortunado que a todas luces debió ser un capítulo intrascendente en mi vida, pero que hizo mella en mi psiquis y que me hizo pensar que los errores son para siempre y que la felicidad solo es alcanzable para quien nunca los comete.

Fue un capítulo perdonado y sobre el cual puedo escribir sin revivirlo. Y creo que el universo lo hizo también, ya que concedió a la víctima de mi desenfreno la gracia de quedar penúltimo en las elecciones presidenciales con una votación de menos del 3.5%. Por favor no leer con sarcasmo, creo sinceramente que el triunfo no le hubiera favorecido en nada ni al país, ni al mismo candidato.

El accidente ocurrió en la esquina de mi casa, acompañada por un enamorado adolescente que tuvo la buena fe y la mala suerte de enseñarme a conducir. Apenas me estaba explicando sobre el pie que debía usar para el embrague y el acelerador cuando en mi eterna confusión de puntos cardinales cambié los pies y el pequeño automóvil rojo se deslizó suave y lentamente bajo el motor del auto que doblaba la esquina. En un momento confuso entre los gritos y el caos callejero, sentí por primera vez que estaba en un problema sin solución, me sentía sin poder y sin control en medio de un error insalvable que me abrió las puertas a la depresión.

La depresión no estar triste todo el día, ni es llorar sin motivo. La depresión es un estado infinito (aunque dure pocas horas o muchos años) de amortiguamiento de la vida, en el que las paredes, las casas, el cielo y los pensamientos adquieren un tono grisáceo espeso. Se siente como un hoyo negro oscuro bajo el agua, los sonidos llegan debilitados, la vista se nubla, los besos no se quedan, la alegría no se recuerda. No importa la noticia, ni la visita, ni la memoria; la depresión filtra los colores y solo se perciben las sombras, los tonos monocromáticos, el punto negro. La existencia se convierte en un esfuerzo sobrehumano de sobrevivir una clase, una navidad, un día, luego un año sin querer hacerlo pero sin poder remediarlo porque todo –inclusive la mínima alegría- es pesimista y diluida. Queda el lugar cómodo del autocompadecimiento y autoflagelación de pensar que en realidad no tuvimos felicidad que recordar y que nuestro paso por la tierra es un desperdicio del que todos se dan cuenta cuando nos ven; mirando al suelo, con el corazón ahogado bombeando lentamente sangre que no parecería cumplir ninguna función. Todo el día cansados, todo el día con sueño. Por lo menos en los sueños las emociones aparecen como la última herramienta de la mente para no morir.

Dios no nos premió con la altura que necesitamos, el colegio no fue capaz de darnos la inteligencia de comprender lo que nos pasa, nuestros padres no pudieron darnos el amor que no nos tenemos y los amigos no tuvieron la compasión de preocuparse por nuestro estado lamentable. Para la depresión, la culpa siempre es de alguien más y por esa misma razón, esperamos a que otro nos saque de este estado desastroso. Entre todos los errores, el peor es juntarse con alguien que atraviese la misma situación y que las tardes y noches sean un concurso de humedad lacrimosa.

Mi peor recuerdo de una tragedia terminal tan insignificante como la que tuve, es la sensación de que el accidente está escrito en la frente. Todas las personas parecían saber lo que pasó y hablaban a mis espaldas. Casi las podía oír murmurando mi nombre y los chismes de que si es que me desmayé, si es que rogué a los policías, si es que lloré toda la noche, si me bebí media botella de vodka con aspirinas. Ninguna otra alma supo esta historia, pero de esa noche en adelante –digamos unos cinco años-, mi reacción hacia cualquier cosa que me recuerde este evento, tales como vehículos, accidentes, vecinos, frenos, esquinas, color rojo, Chevrolet San Remo, policía; fueron las de un asesino que grita asustado no tener ninguna pistola cuando le preguntan por la hora del día.

Con semejante estado de ánimo me presenté a los exámenes de ingreso de la Universidad Católica y no pasé el examen de ingreso, como era de esperar. Me refugié en los libros, la televisión y casi no salía de la casa. Ni yo ni mis miedos apostaban cinco centavos en nada. Como un salvavidas, apareció entre papeles revueltos un formulario del extinto (pero no olvidado) Banco Continental que nos habían repartido durante el último año de colegio. Lo llené, me vestí de negro sobre un cuello tortuga de color violeta y caminé hasta la Avenida Colón. Desde el fondo de mi océano sin fondo, recuerdo haber llenado formularios, respondido preguntas bajo presión, haberme sentado frente a una máquina de escribir y sentir que una empujón me sacaba del agua y me permitía una bocanada de aire. Una semana después, recibí una llamada, y aunque entré al inicio de la cadena bancaria, fue mi primer gran triunfo. No gané ningún concurso, pero obtuve el premio mayor.

Dejé pasar unos meses hasta acomodarme entre mi reciente obsesión al trabajo secretarial y mis -cada vez más espaciadas- crisis y volví a tocar la puerta en la universidad. Pedí permiso a mi jefe, un tranquilizante a mi padre y me enfrenté otra vez a los círculos  en blanco, armada de un 2B afilado. Cambié mi estrategia y en lugar de hacer los cálculos buscando la solución, busqué cual de las respuestas calzaba mejor en la ecuación. Si una pregunta tipo 3(x-5)+180-(2x-1)2=4(x+5) tiene las siguientes opciones: x=3, x=4.7, x=2, x=1/6; en lugar de hacer las operaciones en orden, reemplacé x por 3, luego x por 4.7 y al encontrar la solución reemplazando x por 2, me demoré menos y


esta vez entré en décimo lugar.


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