Retazos de Infancia

Suena físicamente imposible, pero cambiar nuestros recuerdos del pasado es un evento más común de lo que imaginamos. Siento que mi infancia ha ido cambiando con el paso del tiempo. Quedan memorias, imágenes y una que otra cicatriz que es la punta del iceberg de capas y capas de ego, cual cromos que a veces van cambiando de color o que se pasan de página para seguir existiendo.

Tengo un galería de recuerdos, lamentablemente no puedo revivir las emociones, pero quedan las imágenes en "blanco y negro" de situaciones que en en su momento destilaban tonalidades,  emociones sonoras, sentimientos desbordantes. Claramente recuerdo mi "curioso" (vamos, todos tuvimos esa cursilería de preguntar intimidades y desear ver nuestro nombre en alguna o varias listas), mandatorio durante el ciclo básico de un colegio religioso de hace (más de) treinta años. Guardé ese cuaderno para releer de cuando en vez lo que mis compañeras habían escrito acerca de mi y sentirme popular (pueden claramente deducir que no lo era), constituyéndose en el génesis de este intento recurrente de mirar el mundo atravez de mi ombligo. En esas hojas dejé palabras duras sobre la estructura familiar y la rigidez (aparente) de mi infancia. Recuerdo el cuaderno, la hoja lineada, las palabras con las que eternizé el típico resentimiento adolescente. Más que tan solo plasmar el sentimiento de incomprension y ausencia de poder, el escribir esas palabras hicieron que la locura temporal cruce el espejo y aterrice frente a mi en una hoja de papel y se transforme en evidencia. Uno de los milagros del lenguaje.

Cierta frase desatinada en particular fue tan dura como real, he regresado a ella constantemente, a veces con vergüenza, a veces con curiosidad, pero usualmente para verificar si esta existencia que nació por obra y gracia de un BIC de tinta azul, sigue siendo parte de mi realidad y de mi aproximación al borde de la psicopatía. Hoy, gracias al análisis recurrente de esa y otras maravillas (sarcástico) que hice o que a decir verdad, me hicieron en lo que soy, estoy resucitando estas impresiones y pintándolas del color que he escogido para ser o en definitiva, aparentar ser, ensalzando la frase popular "la realidad depende del color del cristal con que se mire."

Nací en Quito, en la casa de un estudiante de medicina general que vivió hasta sus veinte en los Estados Unidos y de una belleza del austro ecuatoriano con bandas de reina y una familia mágica, once años menor. Mis mejores recuerdos son los de la "merienda", cuando venía el doctor a sentarse con sus hijos y teníamos conversaciones salpicadas de carcajadas, historias, y desde luego, comida que no quería comer y con la que jugaba hasta que asistía su inevitable caída dentro de las mandíbulas de algún peludo hambriento. Recuerdo que mi relación con la comida fue conflictiva, pero luego de ser madre, creo firmemente que los niños comen cuando tienen hambre. (Traducción: no quiero ligar la comida con emociones ni hacer de la alimentación una guerra por el poder, además que obligar a cualquiera a comer me parece una tortura). Evoco varios momentos traumáticos y concluyo que no quería comer, pero no logro asociar esta inapetencia a simplemente no tener hambre, o a sentir repugnancia por el sabor, o a una reacción emocional, y menos como consecuencia de algún evento particular que amenazaba con desordenar el retrato de la familia modelo. Durante dos crisis profundas de mi edad adulta, me reconocí en esos momentos, reviví esa sensación de hacer un esfuerzo por masticar, de controlar mi epiglotis para tragar, de no sentir el sabor normal de la comida, de no querer comer.

No fui la única "de mal comer" en la casa, pero si mi memoria no me engañan, fui la más difícil, y al ser la mayor, el mal ejemplo que les daba a mis hermanos era una presión adicional a esta diaria incomodidad. Me imagino que por solidaridad o talvez por desgana contagiosa, se quedaban conmigo a la mesa durante horas sin fin frente a un plato frío con comida fría. Una tarde, mi madre, recursiva como solo ella puede ser, salió al patio y debajo de una gran piedra, secuestro a una centena de "chanchitos" (Armadillidium vulgarey los preparó como sopa en una olla roja de hierro enlozado y tapa con motivos florales, con la amenaza de que si no comíamos con gusto lo que ella había preparado, pues obtendríamos proteínas de una fuente menos convencional. Recuerdo las miradas de incredulidad y horror de mis hermanos y recuerdo también la sensación de haber perdido la batalla por el poder, ya que desde ese día bajé la cabeza y me comí la sopa sin hacer demasiada alharaca. Cuando obtuve mi primer trabajo en el banco, comuniqué a mi familia que desde ese día no tomaría sopa ni en la cafetería de la oficina, ni en la casa, ni en fiestas familiares, restaurantes, visitas, celebraciones, terremotos, apocalipsis zombie, o incluso en hospitales. Sorprendentemente, tal decisión ha sido respetada por mi círculo íntimo tiempo suficiente para que a mis cuatro décadas a cuestas, me gane miradas de reprobación cuando ordeno una sopa del menú. Tengo bajo el paladar el sabor de la derrota cuando recuerdo esta historia y en más de una ocasión la he reproducido mientras siento el sabor de patas, caparazones y tierra bajando por mi esófago. ¿Cómo habría cambiado mi relato esta decisión? Puedo escoger recordar ese día de verano como el trágico día de la castración materna o como uno de los momentos familiares más fascinantes de mi infancia que encuentran la manera de escabullirse en al menos cuatro de diez conversaciones con mis hermanos y vecinos.

De la escuela católica "Hogar Colegio La Dolorosa" tengo recuerdos confusos. Recuerdo haber sido retraída, solitaria, del tipo que está rodeado de personas pero íntimamente sola. Con una sola amiga durante una docena de abriles, relación que perduró hasta la mitad del último año de secundaria. De este año provienen la mayoría de mis memorias entusiastas, toda vez que la pérdida de dicha amistad exclusiva abrió un vacío que fue rellenado con sonrisas, experiencias, emociones, y retos. O talvez sea como he escogido recordarlo. El momento culminante, sin embargo, fue un accidente de tránsito que abrió las puertas de lugares oscuros a los que se accede únicamente en el elevador de las crisis y que será diseccionado en un capítulo posterior. Durante esa época me dividí en la adolescente que usaba perlas y una permanente larguísima en la elección de reina del colegio, mientras que su alter ego tenía problemas para dormir y que se hubiera tomado una sopa de cianuro sin dudar. En este caso puedo escoger cualquiera de las dos realidades sin alterar demasiado el pasado y agradecer a estas personalidades que me llevaron tanto a la resiliencia como a la introspección y a la depresión aliñada con cientos de películas y libros que me acompañaron en mi paso por la sobrevivencia. De esa época quedan unos uniformes feísimos, cabello que soportó litros de fijador, un par de aproximaciones erradas sobre el Marxismo, pero lo mejor, lo que subsiste y me llena de gratitud son veinte y pico de realidades paralelas que pasaron por lo mismo, por lo opuesto, y por lo propio, que organizan desayunos y reuniones, que se apoyan en los momentos difíciles, que no se olvidan un cumpleaños, y que escogemos mirarnos y recordarnos con los mejores colores.

Entre mis amores recurrentes desde que la memora permite, están los libros, las películas, la música. Podría decir que las historias, solo que contadas desde diferentes instrumentos. Mi relación con la música ha sido muy querida y a la vez muy frustrante. Mi padre es un melómano consumado, especialmente en lo que a música clásica se refiere. Varios años de mi vida transcurrieron oyendo cada jueves un cassette nuevo de la colección Grandes Compositores de Salvat. Al principio, me sentaba en la sala con el único pensamiento de resistir estoicamente la hora que tardaba la cinta en terminarse. Jueves a jueves, la perseverancia consiguió que ansiara oír a mi padre alguna historia relacionada con el compositor, sobre lo que esa sinfonía trataba, o simplemente qué estaba haciendo él la primera vez que la oyó. Como en muchas ocasiones (y no solo musicales), hubo melodías que fueron repetidas tantas veces, que dejaron una huella indeleble en mi memoria. 

Esa incipiente afición contrastó con mi incapacidad para cantar. En más de una ocasión, al intentar alguna canción, mi madre, muy sinceramente, me sugirió que cuando escoja profesión, no piense en el canto. Un nuevo intento nació con el órgano que mi padre nos compró con tanta ilusión, que se transformó en un instrumento sumamente útil para secar las toallas del baño y sostener carteras, juguetes, papeles. A pesar de mi gusto por la música y mi habilidad para memorizar letras y melodías (guardo cientos de letras de canciones mientras ahora se me hace difícil aprenderme una palabra por día), no aprendí a tocar instrumento alguno y cohibida, cantaba quedamente las canciones que en mi mente sonaban a todo pulmón. 

Pasó el tiempo hasta que llegó la fiebre del Karaoke. Si todos se desvisten en la playa nudista, por qué no yo - pensé - y con esa imagen me hice del micrófono para cantar acompañada por mi amiga, cantante realizada. Logré que no se me oiga mucho ni que me pidan que vaya al bar por otra ronda. Volví a descubrir una alegría olvidada. Luego vino una invitación al coro del colegio de mi hija y a pesar de los obstáculos (el director y casi todos los miembros hablan Alemán, tocan instrumentos y leen música), agarré mi entusiasmo y me senté como todos los martes en una de las sillas del grupo de contraltos. Nerviosa como una hoja en otoño, pero tan emocionada como podría estarlo, me senté junto a alguien que hablaba los dos idiomas y comencé a practicar el Hallelujah de Händel. Llegamos a cantar mi obra favorita, Carmina Burana, de Carl Orff, con Johannes Dering dirigiendo más de 100 gargantas que cantaban a la fortuna con paroxismo febril, con pasión, con entusiasmo; creo que ningún avance en la ciencia o en el arte puede sobresalir sin entusiasmo y amor. Tengo los mejores recuerdos de esta época, no solo por mi querida música, sino por la camaradería de esa pequeña comunidad y también por ser la oportunidad de superar obstáculos físicos y mentales para alcanzar un objetivo. 

Cada martes llegaba a la misma silla con la ilusión intacta, con las ganas inmensas de cumplir un sueño, a infiltrarme en la música que me acercó a mi padre y pensando en mi padre que me acercó a esa música. Hay ocasiones en las que un comentario o una mirada puede hacernos cambiar el camino y decidimos alejarnos de lo que nos gusta, pero nunca es tarde para disfrutar de las maravillas que nuestra mente y nuestro cuerpo nos permitan. 

Ahora, en otro país y con otra audiencia, poco me importan las miradas compasivas y no voy a negarlo, a veces nerviosas, y no pocas veces, avergonzadas. Soy consciente de que tengo poco tiempo y oportunidades para disfrutar mis gustos y que talvez esos recuerdos gozosos perduren cuando ya no pueda recordar ni las letras del cancionero de los años 80. 

Los recuerdos y la realidad. La realidad y los recuerdos que quedan de ella. Se confunden, se entrelazan, se olvidan, se incendian, y se reintegran. Son manifestaciones de quienes somos y a la vez de quienes escogemos ser. A veces naufragan y los rescatamos de otro color, del color que conviene a la narrativa que escogemos para nuestras vidas. Puedo estar muy equivocada y el tiempo y la sabiduría lo dirá, pero no creo que descubrimos al fin quienes "somos" sino que vamos siendo, vamos reaccionando y actuando, creando quienes "queremos ser" y esa decisión está dentro de cada uno.



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