Entrepreneur

Luego de doce años de recorrer el mercado de servicios financieros, me lancé a lo que no sabía, a administrar una empresa. Ningún libro de texto o clase académica previene o sirve cuando te lanzas a la piscina por primera vez. Se requiere –como dijo un Ministro de Educación del siglo pasado- una “fuerza testicular” capaz de enfrentarnos con lo imprevisto, que nos ayude a hacer amigos en los bancos, que nos ilumine frente a los funcionarios del servicio de rentas internas o a los del seguro social (ministerios, aduanas, inspectorías, y demás engranajes del amplio abanico burocrático), y que sobretodo nos conceda la inteligencia emocional para dirigir a los empleados. Nada está dicho, nada está hecho. Es una de las más grandes decisiones que alguien puede tomar, pero como la canción de The Eagles, puedes liquidar la empresa, pero nunca vas a salir del estado emprendedor y regresar a ser quien fuiste. 

Cuando estudiaba en el colegio y asistía a clases en la Universidad Católica, mi visión nunca fue ser empresaria. Mi sueño era ser ejecutiva de una empresa grande, vivir la vida corporativa, ser gerente, a hacer dinero para –una vez que tenga un ingreso seguro (lean "seguro" entre comillas)- hacer lo que en realidad quería y que estaba posponiendo para una etapa que, créanme quienes tienen la misma idea, no llegará: chef, escritora, o artista. Planes sencillos, tan sencillos que se vuelven endiabladamente complicados y heme ahí, frente a un negocio que crece vertiginosamente, aprendiendo desde importaciones hasta cálculos de los décimos (ecuatorianismo), haciendo lo que no me gusta, ser mamá de más de cien empleados, trabajando diez horas diarias con la zanahoria de "haré lo que quiero una vez que..." puesta en una rama larguísima que ya ni se ve. Soy gerente, tengo autoridad sobre ciento cincuenta almas, contando la mía; manejo presupuestos, cuentas, destinos de clientes, empleados, vecinos. No creo haber tenido un peor jefe ni haber trabajado y sufrido más que montada sobre el imperio que nos empeñamos en construir. Cambié mi cómoda rueda giratoria de viáticos pagados y vuelos VIP, reuniones a la hora del almuerzo que se alargan, agasajos de fin de año organizados para el disfrute de los empleados, gastos que nunca tuve que preguntarme si eran eficientes; de mi cola de león a mi cabeza de ratón en jaula propia. El horario laboral simplemente desapareció y las conversaciones familiares empezaron a girar en torno a proyectos, obstáculos, burocracia, y eternos conflictos interpersonales de quienes nos identificábamos bajo una misma sigla.
           

En una de las tantas crisis existenciales en las que momentáneamente salía de mi jaula y, no sin culpa, “robaba” tiempo de la empresa para evaluar que mismo es lo que estoy haciendo de mi vida, me encontré con una hoja de papel en la que derramé en blanco y negro mi propio plan de negocios, años atrás. Por definición, podría decir que alcancé los objetivos proyectados, pero me di cuenta que estuvieron mal planteados desde el inicio. Tenía todo, pero al mismo tiempo tenía nada y desde la gerencia de la empresa, desde la ventana de mi casa, desde los ojos de mis hijas, desde casi diez años de matrimonio, desde el reconocimiento profesional; reconocí que era profundamente infeliz. Victoria pírrica que le dicen.

La empresa creció a punta de tiempo, esfuerzo, habilidades gerenciales, buena voluntad, pero -viendo los toros de lejos- careció de un factor fundamental para cualquier emprendimiento, control. Al haberse transformado en una especie de pulpo con cientos de patas, a pesar de haber diseñado mecanismos de control en bodega, en los sistemas computacionales, y en el personal administrativo, finalmente el control recae en el personal y en su voluntad de hacer lo correcto. Creo que durante la marcha tratamos de cambiar las llantas mientras acelerábamos cuesta arriba con exceso de velocidad. La cantidad de trabajo de cada miembro del equipo era agobiante y como cuando hay demasiadas opciones, es más fácil seguir haciendo lo mismo que tratar de cambiar el curso del río.

En mi vida personal, también era un malabarista. Trabajaba más de diez horas al día, manejaba al menos dos desde y hacia la oficina, llevaba a las niñas a la escuela, era presidenta del comité de padres de familia, y trataba de cantar en un coro al menos una vez por semana. El fin de semana estaba copado de reuniones sociales; el tipo de reuniones en la que los adultos tratamos de olvidar la semana, los hijos, las responsabilidades y que están mágicamente auspiciados por esas maravillosas almas que son la ayuda doméstica. Nuestra casa siempre fue un centro social, grandes amigos -y enemigos- pasaron por esas puertas, hubo música, banquetes, celebraciones y alabanzas; esa casa fue nuestro estandarte del éxito, la demostración plausible de que finalmente llegamos. Y sin embargo, nunca me sentí más perdida en mi mismo como cuando abría la ventana del baño para fumarme un cigarrillo bajo la oscuridad del Ilaló.

Es fascinante comprobar la cantidad de tiempo y experiencias que estamos dispuestos a sacrificar por el objetivo. Por una meta que se mide en haberes y deberes y que deja la juventud, la sanidad emocional, el estado físico en el camino. Para responder a la pregunta ¿quien eres? me bastaba listar la profesión y lugar de acreditación, la dirección en la que vivo, el cargo que desempeño, las libras que peso, y los trofeos que guardo, como prueba de existencia. Más de una noche manejé hacia mi castillo luego de agotadoras jornadas cuestionando el  objetivo de  vender más de medio día a esa empresa, apenas relacionarme con mi familia, no tener tiempo para medio café con una amiga y sentirme física y mentalmente agotada. ¿Estoy haciendo algo que en realidad contribuye a alguien? ¿Seré recordada por mi trabajo? Las respuestas eran variadas pero pesimistas. Mientras más subía por las rieles de la montaña rusa, más temía al descenso, y como ocurre en todos los juegos, el descenso es inevitable.

No pocas veces me he preguntado que hubiera pasado si seguía con mi carrera corporativa y hubiera llegado a ser vicepresidente o algún título rimbombante que deletrear a la imprenta que diseña las tarjetas de presentación (inserte su imagen preferida de American Psycho), hubiera trabajado en un horario definido, hubiera tenido la posibilidad de denunciar al empleador por incumplimiento a las cada vez más puntillosas leyes laborales, hubiera cumplido con mi descripción de funciones sin saber que pasaba tras bastidores, ni me hubiera preocupado por pagar todos los sueldos a fin de mes, ¿finalmente me hubiera sentido feliz? ¿o hubiera construido una jaula de la que no tendría la llave siquiera? A pesar de los grandes y pequeños escollos del camino del emprendedor, de las noches sin dormir, y de las mal nacidas obsesiones, ser empresario en el Ecuador es una actividad de alto riesgo que puede crear síndrome post-traumático y como sobreviviente de una actividad extrema, puedo decir que permite desarrollar destrezas invaluables. 







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