Encuentro con la locura

Todos hemos tenido encuentros lejanos o cercanos con la locura. Locura a diferentes niveles, locura camuflada, locura a todas luces; bien dicen que de poetas y locos, todos debemos tener un poco. Neurosis, esquizofrenia, trastornos obsesivos, patologías múltiples; cada encuentro nos ha cambiado de alguna manera, así como un lienzo en blanco no va a permanecer inmaculado en medio de una fiesta infantil.

Mis encuentros han sido prolongados unos, breves otros, profundos la mayoría. Mi tía sufrió de esquizofrenia desde que la conocí, para mi familia era normal evitar ciertos tópicos que pudieran ser malinterpretados y en ciertas épocas -muy identificables-, cerrar las puertas con llave y estar pendiente por si ella decidía salir a la calle. Una vez que supe que es lo que le pasaba (cuando tenía aproximadamente 26 años), le pregunté que le decían las voces. Me miró extrañada y me preguntó que cómo sé que las voces le hablaban. Durante su año final de vida, y sabiendo que los períodos de lucidez eran cada vez más esporádicos (tuvo que ser internada por varias semanas a la vez en una clínica psiquiátrica y ser sujetada a la cama), la invité por una semana a mi nueva casa en Tumbaco. Lamentablemente, hubo que arreglar los muebles de la cocina y una cuadrilla de carpinteros entraron a hacer su trabajo. Sus expresiones, gritos, y palabras eran de un absoluto terror a ser ultrajada, y a la vez de resignación, lo cual fue más doloroso aún.

Muchas interrogantes dejó mi tía con su partida, tal vez si no hubiera estado tan ocupada y hubiera sabido un poco más sobre su enfermedad, sobre su historia, sobre un tiempo mejor, hubiera podido entrar en sus nebulosas y salpicarlas de colores. Tal vez. Lo cierto es que el tiempo que vivió con nosotros dejó recuerdos agridulces y un hondo cansancio y ansiedad, sobre todo a mi madre, que fue quien afrontó la situación por décadas. La semana que pasó conmigo dejó su olor impregnado permanentemente en la cama; no sé si solo yo podía percibirlo, una mezcla de leche tibia con té y perfume que si cierro los ojos vuelve a mi en un segundo.

La vida con mi tía no fue el único encuentro. Alvaro Perez nos dejó lo más innovativo que había visto la ciudad en materia de transporte: los buses de dos pisos. Cuando tenía 11 o 12 años, mi madre debe habernos visto aburridos, y nos envió a mi hermano y a mi con la muchacha de servicio a hacer el recorrido entre la esquina de la Eloy Alfaro y Amazonas hasta el Aeropuerto Mariscal Sucre, como si fuéramos elegantes londinenses. Desde uno de los balcones veríamos a los aviones aterrizar y despegar tan cerca de nosotros como se podía y cuando nuevamente nos hayamos aburrido, regresaríamos a casa en los artefactos blanco y rojiazul.

Nuestra casa estaba detrás del ministerio de agricultura, el camino hacia la parada era una corta caminata, que recorrimos con la expectativa de la aventura. Pagamos el sucre y pocos reales para que los choferes, engalanados con chalecos de cuadros y corbata, nos indiquen las escaleras para acceder al segundo piso. Mi primera sensación fue de extrañeza al comprobar que arriba no había chofer y que nada nos impedía ver el paisaje de frente. El parabrisas era enorme, los asientos estaban cubiertos por una tela afelpada a cuadros entre roja y verde que no se podía sentir debajo de la cubierta plástica. 

Cuando empezamos el paseo, no nos sentamos frente al parabrisas, pero a medida que el bus hacía sus paradas, fuimos avanzando hasta sentarnos en la codiciada primera fila. Pocas paradas más y llegamos al aeropuerto, donde nos recibió un Elia Liut inmortalizado             -efímeramente- desde un mural gigante. Al pie, una pileta de baldosas celestes con chorros de agua.

Subimos escaleras blancas hasta el segundo piso. Detrás de una puerta de vidrio, un balcón con barras de metal, detrás del cual los visitantes podíamos ver a los aviones despegar y aterrizar.  No recuerdo luego de cuantos aviones, una persona que me pareció mayor -de la edad de mis papás-, la edad que tengo ahora, de estatura media, vestido con un terno de color café claro y cuello blanco sin corbata, se colocó detrás de mi, dejándome casi inmóvil entre su cuerpo y la baranda de metal que me llegaba poco poco más abajo de los hombros. Al inicio pensé que estábamos estrechos por la cantidad de gente en la terraza y con esa advertencia de que los niños no contradicen a los mayores, me quedé quieta y callada mientras sentía como se frotaba en mi espalda. Cuando me di cuenta que su cercanía seguía asfixiándome y que sus manos sobre las mías en la baranda definitivamente no eran un accidente, busqué los ojos de la muchacha, a pocos metros más allá con mi hermano de 7 años. Ella encontró mi mirada de pánico y me sacó de un tirón. Bajamos las gradas de dos en tres y cruzamos la calle para subirnos al bus que nos devolvería a la seguridad del hogar. Tuvimos que sentarnos separados casi al final de la unidad. La muchacha tenía en brazos a mi hermano, mientras que yo me senté dos asientos detrás de ella en la columna contraria. Aún siento el escalofrío cuando el acosador subió al mismo bus y se sentó detrás de mi. 

Los recuerdos del viaje de regreso son escasos, dispersos, o inexistentes. La muchacha me buscaba constantemente con la mirada, esperando que pudiera cambiarse de asiento o que un puesto vacío mágicamente aparezca, en este juego de pretender que no está pasando nada; hubiéramos podido alertar al chofer, pedir auxilio, enfrentar al acosador y pedir ayuda a los pasajeros, que se yo; reacciones que me pregunto hoy -casi hasta la tortura- si asumiría, llegado el momento. El viaje de regreso debió haber durado el mismo tiempo que el de ida, pero no podría decirlo a ciencia cierta. No recuerdo olores o sensaciones, pero sí el murmullo atropellado de palabras que susurraba sin parar a mi oído izquierdo, de las cuales ninguna quedó grabada. Él estaba sentado al filo de su asiento, con su cara casi tocándome, tal vez llegó a tomar mi mano, quizás sí, aunque yo trataba de alejarme pero sin moverme. Cuando llegamos a nuestra parada, la muchacha, viéndome absorta, se levantó, nos sacó a la calle y empezamos a correr desaforadamente por el camino de tierra que separaba al Ministerio de Agricultura de nuestro barrio. Recuerdo la angustia por no dejar a mi hermano atrás, el cansancio, la muchacha cargándolo por los últimos metros, la decisión del camino a tomar, y finalmente la puerta cerrándose detrás de nosotros. No sé si lo imaginé pero guardo la imagen de haberme asomado a la ventana y haberlo visto pasar frente a los barrotes metálicos de mi casa. 

Semanas después, tal vez meses, la muchacha me miró nuevamente cuando en la televisión de la cocina, los noticieros anunciaron que habían capturado al asesino serial responsable de la muerte de decenas de niñas. Daniel Camargo Barbosa. Un viejo con frente amplia y camiseta de cuello. Una persona que parecía normal, casi hasta elegante. Un asesino que no nos alcanzó. La locura que me habló. 



Comments

Popular posts from this blog

Retazos de Infancia

Con la Vida en Dos Maletas