Decisiones

Creo que casarse o no casarse es una de las decisiones más importantes que existen, pero más importante aún es escoger con quien. Para quienes nos casamos antes de los treinta años es algo así como una montaña rusa, porque no hay manera de saber a ciencia cierta como vamos sino hasta que vivimos en carne propia las subidas y bajadas de la vida. No sabemos siquiera como vamos a reaccionar cuando pasen, aun no sabemos quienes somos ante la olla de agua caliente; podemos tener una idea, una ilusión, y en muchos casos una fantasía, pero ninguna certeza sino hasta que nos subamos al coche y empiece a subir por las rieles ruidosas hacia donde no podemos ver. 

Amo las montañas rusas. Recuerdo que cuando era pequeña mi papá me describía lo que se siente, el vacío en el estómago, la velocidad, que por diseño la segunda pendiente es usualmente la más empinada. Cuando cumplí quince años, viajé a New York con mis padres y me llevaron a Coney Island, un barrio newyorkino que giraba alrededor del famoso Cyclone, una montaña rusa de madera construida en 1927 y que esa mañana de Agosto de 1988 abría sus puertas 48 horas después de que uno de los empleados del parque  muriera haciendo una prueba de mantenimiento.

Subí nerviosa, sin saber bien a lo que iba, pero encantada de finalmente poner palpitaciones, sudor, y gritos a la imaginación. Hicimos la fila, confirmamos que mi estatura era mayor a la requerida, y nos sentamos en un vetusto coche que nos ofreció una floja barra de metal como única seguridad. Hasta ahora puedo sentir la presión con la que me sostuve,  primero con las manos y luego con todo el brazo, el sonido de las llantas sobre las uniones de las rieles, y la sensación de subir en eternos segundos hacia una pequeña muerte. Aun hoy y no solo en los parques, el pánico amenaza en los momentos de la subida. 

Podría decir que la decisión de casarnos se la debemos a Alemania. Cuando rondábamos por los primeros quince meses de relación, mi suegro - a quien recordamos por sus bromas de alta intensidad - me incitó a participar en una broma para Danilo. Yo sabía de sus relaciones pasadas casi exclusivamente con extranjeras pero mi suegro no sabía la extensión de mi conocimiento. Aun así, me llamó y me dijo que le iba a pedir a una amiga de la familia que le anuncie la visita de una "ex" a Ecuador y que le pida a Danilo que la recoja del aeropuerto a las seis de la mañana. Don Andrés no sabía si Danilo me había contado sobre esta relación, o no me contaría sobre la inminente visita, o si por último se inventaría un viaje de negocios esa semana. En secreto nos contamos los pormenores de la broma y hasta charlamos sobre la posibilidad de acompañarlo al aeropuerto para ser espectadores de primera fila, pero chiste nos lo hubiéramos hecho nosotros mismo. A última hora del viernes, no resistí el peso de la culpa y terminé confesando. Resulté mala coteja para las bromas elaboradas, porque Don Andrés no me invitó a ninguna más. 

Como la realidad muchas veces supera a la ficción, en cortas semanas, recibimos esa misma llamada. Una actriz alemana de piernas eternas y ojos azules, que aterrizó un día después de que regresáramos de nuestras primeras vacaciones en Cartagena. Quería ir a Otavalo. Yo hubiera preferido quedarme en casa, pero a los amigos hay que tenerlos cerca y a los enemigos más cerca aún, por lo que no solo me auto-invité sino que ofrecí manejar mi auto hasta los lagos. Una vez en Otavalo, la marea de gente separó al grupo - la tecnología de la época dio para un solo celular entre veinte - y nos perdimos entre la multitud, quedando Danilo con su compañía teutona y yo con los amigos autóctonos.

Una hora duró el extravío, tiempo que ocupé pensando en las mejores estrategias para anular los avances alemanes. Me tomé una Pilsener de golpe y pensé en que el rival está corriendo grandes riesgos al subestimar las reservas terrestres; luego de caminar en círculos, nos encontramos en la esquina de los bordados. Recorrimos el mercado artesanal, compramos un par de chucherías y emprendimos el regreso a Quito. Sin importar el destino de esta relación, el mostrar la mínima debilidad hubiera sido como dejar los puentes abiertos para el ataque de la caballería. Por los siguientes siete días, no hubo persona más comprensiva, agradable, y tranquila; sobresaliente guía turística, capaz de encontrar a un médico que cure el soroche en cinco minutos (mi padre), y anfitriona entrometida a la espera del minuto en que ese avión despegue para galopar sobre el caballo de la furia. No pensaba dejarles ni pan, ni pedazo, ni las migas siquiera. 

El plan transcurría un día a la vez, hasta que llegó un jueves tarde, cuando ayudaba a Danilo a poner en orden sus papeles. Sobre uno de los montones, apareció un sobre en blanco que me llamó la atención. Al preguntar "¿Esto que es?", recibí un sorpresivo "Si me quieres, vas a botar ese sobre a la basura". No puedo calcular los microsegundos en los que la adrenalina determina nuestras decisiones, pero en menos de cinco segundos me encontré diciendo "Es mas, voy a romper esta carta y echarla al cesto de la basura." Con sonrisa. Terminamos la tarea en media hora y nos despedimos con un beso. Me desperté al amanecer, me vestí y desayuné como si saliera para las olimpiadas, llamé al banco y les dije que tenía que atender asuntos personales y que me demoraría en llegar. Me senté al borde de la ventana, (sí, fuimos vecinos por algunos años) esperé al acecho hasta que Danilo salga de su casa, y entré por esa misma puerta en estampida. "Mariana", dije con apuro, "me olvidé mi bufanda en el cuarto de Danilo", cerré la puerta antes de que responda y me lancé al tarro de basura. 

Una vez en el banco, pedí cinta adhesiva y un poco de espacio. En broken English, nuestra audaz visitante hizo una invitación a la que pocos se rehusarían; un viaje pagado a las islas encantadas para averiguar si es que aún queda encanto en esa relación. Ofrecía instalarse en la ciudad y aprovechar que Quito es cuna de las artes para seguir desarrollando su carrera de actriz. Que sabía que era una posibilidad remota y arriesgada, pero que tenía que preguntar. Volví a leer. Estas cosas solo pasan en películas, pensé. A las once de la mañana oí a ese avión despegar y me preparé un café triple que me dure hasta la tarde. 

Coco Chanel dijo una vez algo relacionado a los cortes imprevistos de cabello: "Una mujer que se corta el pelo está a punto de cambiar su vida." Danilo me había invitado a cenar a un buen restaurante. Antes de aceptar y fijar la hora, pasé por la peluquería, tomé una revista y le pedí a la peluquera que me haga el corte de Lady Di que aparecía en la foto blanco y negro de su biografía. Como si fuera el director de Psycho, disfrutaría de la cena con elegante complacencia, pediría lo más caro del menú y me levantaría de la mesa dejándole con la carta remendada como única compañía, como la daga que sorprende tras de la cortina. Luego del postre -reflexioné-, es un restaurante caro y no vale la pena desperdiciar. Hablamos sobre el trabajo, sobre los amigos, sobre la visita de su amiga, sobre mi corte de pelo, y sobre Alfred Hitchcock. Justo sobre un helado de pistacho, la pregunta quemante que nunca entró en mi análisis, "¿Quieres casarte conmigo?"

Comments

  1. Me acuerdo que conocí a la alemana porque te acompañé a un té, estábamos haciendo un frente unido!!

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    1. Ella llegó a ser actriz en Europa! Creo que ha actuado en un par de películas.

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