Caída

En el aeropuerto de Hong Kong compré el libro de Murakami, "Kafka on the Shore". Era un libro grueso que si no me entretenía por las siguientes decenas de horas, al menos serviría de almohada. La lectura transcurrió entre la conciencia y la subconsciencia, así como la novela; entre la duermevela y la atención focalizada en los gatos, pescados que caen del cielo, el Coronel Sanders, Johnny Walker, y el "Rice Bowl Hill Incident", aquel en el que niños de escuela pierden la conciencia por unas horas en un campo abierto, debido a causas que intencionalmente no fueron explicadas en el libro. El libro es una metáfora dentro de otra, pero al llegar al capítulo XII, sentí el episodio en carne propia y me dormí.

Cuando tenía nueve años, mis padres tuvieron la buena idea de construir un tercer piso a la casa de la Mariana de Jesús. En retrospectiva fue una excelente decisión. Como personas organizadas que son, durante los meses de vacaciones empezaron a acumular materiales de construcción sobre el techo del garage. Mi último recuerdo vívido son las planchas de fibra de vidrio en mis manos, corrugadas, brillantes, amarillas; las manchas que resaltaban al travez, su peso, el olor del material bajo el sol.

Creo que tengo que retroceder un par de pasos y describir la adicción de mi madre por la limpieza y la percepción de orden. Todo está bien mientras se vea bien, máxima que reconozco está implantada en el mas íntimo orden de las cosas de mi aparato psíquico. Esa mañana teníamos sobre el techo alrededor de diez sacos de cemento, unas veinte vigas de acero, y calculo que cinco planchas amarillas. Mi mamá cruzó la calle hasta la vereda contraria y evaluó el daño estético que esos materiales dispersos le hacían a la fachada setentera. Yo estaba parada en medio de los materiales, aguardando instrucciones, mientras que mi hermano, César, jugaba con tierra en un pequeño rectángulo de césped. Junto a él, reposaba un tronco de más de un metro de diámetro, recuerdo del árbol inmenso que creció en el patio y que fue sacrificado en favor de los cimientos de la casa.

Oí el grito. "Jala las planchas amarillas hacia atrás, que se ven desde la calle". Levanté las planchas desde el borde corto y las arrastré un par de pasos hacia atrás. "¿Más, o hasta ahí? le grité de vuelta. "Un poco más", le oí decir a la distancia. Y sin saber cuanto más podría retroceder sin caer al vacío, ese fue el último recuerdo consciente que guardo antes del accidente. No guardo la sensación de perder el balance, ni el miedo -supongo- al darme cuenta que cometí un error garrafal de cálculo, ni la memoria del par de segundos en los que caía al vacío. Menos aún el golpe o el terror con el que mi hermano de cinco años debe haberme visto caer a pocos centímetros de donde estaba él. Mis papás me cuentan que antes de levantarme del piso me hicieron algunas preguntas, "¿Cómo te llamas? ¿Cuántos años tienes? ¿Cuales son los nombres de tus padres y hermanos?". Me dijeron que respondí bien y me llevaron inmediatamente a la Clínica Pichincha.

Mi siguiente recuerdo es dentro del auto. Mi mamá me tenía junto a ella o sobre sus piernas, tratando de inmovilizarme la cabeza. Creo que estaba llorando o gritando. Siento que estaba gritando al tope de mis pulmones, pero no me dolía la cabeza, sino extrañamente, el dedo medio de la mano derecha. Levanté mi mano hasta el nivel de la vista y la falange medial cayó hacia el dorso. Recuerdo haber pensado que pasó algo que no se puede arreglar o regresar y sentí miedo. Volví a caer inconsciente porque no recuerdo nada más, ni la entrada al hospital, ni médicos o enfermeras, ni estar sobre una camilla. Nuevamente, la memoria regresó con la sensación de un calor intenso. Estaba sentada con una máquina que se me antojó inmensa sobre mi cabeza. Tenía electrodos en la frente, en las sienes, en la nuca. No me podía ni mover, pero quería gritar, llorar; sin dolor, sin motivo, sin propósito aparente. Me concentré en el reloj que tenía al frente. Un círculo blanco con marco metálico. Rayos de sol se escabullían entre las persianas y reflejaban con destellos sobre el metal. Eran las tres y quince de la tarde. Creo que a partir de ese momento, permanecí consciente durante el resto de la examinación. Asumo que los resultados del electroencefalograma fueron motivo de tranquilidad, porque ya percibí calma en la voz de mi papá, que como doctor, hablaba con los profesionales de la clínica de tú a tú y les describía lo que había hecho antes de moverme. Estábamos en el consultorio de uno de los doctores y me pidió que me siente sobre la camilla. Me tomó la mano derecha para examinarla y siguió hablando conmigo, con las enfermeras, con mis padres. Respiré y creo que hasta reí contándole la magnitud de mi descuido. Me miró a los ojos y unas manos cálidas pero firmes volvieron a alinear el dedo dislocado en su sitio. Más que dolor, recuerdo la descarga de adrenalina que recorrió la espina dorsal hasta un estado puntiagudo de ansiedad que fue cediendo en los siguientes minutos.

Regresamos a la casa aun con sol. La sensación era de alivio, de triunfo, de complacencia. Mis tías, mi abuela, y mi tía abuela nos esperaban en la casa. Me ayudaron a ponerme la pijama y un antifaz para mis ojos. No podría leer o mirar la televisión por los próximos días? semanas? no sé cuanto tiempo tuve para rumiar mis propios pensamientos. Esa noche pasaron "The Blue Bird" con Shirley Temple por Ecuavisa y todos "vieron" la película conmigo.

Ayer empecé a escribir esta historia para el blog. Mi mamá llamó para pedirme ayuda con pagos en línea. Le conté lo que estaba haciendo y le pregunté que otra cosa más recuerda de ese día. Sé que es una mañana incómoda de recordar, que podía haber salido mal, pero por las razones que hayan sido, salió bien. "Mira como te ríes", me dijo, "No quedó ninguna secuela". Me reí con muchas más ganas. Una risa de las mías, de las que borran con humor el miedo, la incomodidad de la verdad, y hasta un poquito de las manchas del pasado. Humor negro la mayoría del tiempo. Seguimos hablando sobre los bancos y las cuentas. Las claves, la confirmación, los depósitos. "¿Como está mi papá?" pregunto, sabiendo la respuesta de antemano. "Todo está bien, no hay novedad". Luego de diez minutos de intentar con el pago, le digo, "te llamo desde la casa, el sistema del banco no me deja pagar". "Oye", me dice ella, con esa manera que es ahora mía, de pedir el favor directamente al corazón, "no me harás quedar mal en tu historia, verás."



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